lunes, 31 de diciembre de 2007

Ovidio se pregunta a orillas del Mar Negro



Ovidio se pregunta a orillas del Mar Negro


“Aquí el campo ni produce frutos, ni sazona las dulces uvas; ni las riberas se adornan con los sauces, ni los robles crecen en los montes. El mar no merece mayores alabanzas que la tierra; las olas, que el sol nunca visita, amenazan siempre, removidas por la impetuosidad de los vientos..." (Pónticas, Epístola III)

I


Ovidio se pregunta a orillas del Mar Negro
qué es lo que ha hecho para concitar la ira del César
y terminar confinado en estas tierras bárbaras
donde ni siquiera se habla el idioma de Ausonia
y los escitas visten burdas bragas, torpe remedo
de la toga viril, y se arropan con pieles y usan largas
greñas y dardos empapados en sangre de víboras.

La explicación que le es dada, si acaso un decreto
del descendiente de Eneas requiriese fundamento
o razón alguna, es que sus escritos iniciales
–el Ars Amandi, entre ellos– soliviantan
a la juventud romana y la inducen a adoptar
un comportamiento desvergonzado y procaz, ajeno
al recato y al decoro pregonados en la era augustea.

Se me acusa de haberme convertido en maestro
del impúdico adulterio
”, se lamenta el poeta
desde Tomos, en las últimas fronteras del mundo
conocido, donde un castigo cruel e inapelable lo condena
a la pena de la relegación, a la par que sus libros,
que exaltan las travesuras del niño arquero,
son proscritos de las bibliotecas públicas.

Su destino final es la Cólquide, a la que alguna vez
pusiera proa Jasón y sus audaces argonautas
en busca del vellocino de oro, mucho antes
de que el bardo ciego cantara la epopeya de Ilión.

Y así como los dioses inflamaron el alma de Medea
de una aciaga pasión que hizo que despedazara
el cuerpo de su hermano, para dilatar la persecución
de su padre, el rey Eetes, así Ovidio ha esparcido
restos de la suya en el largo camino que va desde
la ciudad de las siete colinas hasta su lugar de exilio.

De Roma a Brindisi, de Brindisi al istmo de Corinto,
y desde allí a Cencrea, para arribar al puerto de Imbros,
y luego a las costas de Cerinto, en Samotracia,
a escasa distancia de Témpira, donde aguarda la llegada
del buen tiempo, que ha de propiciar, bajo el amparo
de Palas, el cruce del Helesponto hacia el Ponto
Euxino y el fin de su ardua travesía en suelo tracio.

Tal es el derrotero del desterrado, el agobiante
itinerario del expulsado por un dictamen
del Augusto César, que lo fulmina y lo reduce a cenizas,
cual un rayo arrojado por la mano de Jove.

Pero hete aquí que el rescoldo cobra vida,
animado por el soplo del dolor y la nostalgia,
y halla consuelo a su pena infinita -¡oh rara paradoja!-
en la inadvertida causa de su caída: la compañía
y frecuentación de las Musas, y yergue sus tablillas,
desde las playas sármatas, para escribir las Tristes
y las Pónticas en dísticos borroneados por lágrimas.


II

Ovidio se pregunta y vuelve a preguntarse,
girando sobre la noria de su propia desgracia,
qué es lo que ha hecho para irritar al poder.
Y aunque de nada le valga indagar hasta el hartazgo
por el destino fatal que lo llevó a echar su áncora
en este mar mal llamado hospitalario, cuyas ondas
aprisiona el invierno, el circular asedio troncha su sueño.

Atribulado e insomne, se interroga a sí mismo:
“¿Por qué vi lo que vi? ¿Por qué hice delincuentes a
mis ojos? ¿Por qué conocí mi culpa después de cometer
la imprudencia?”. “Mi falta se reduce a no haber estado
ciego”
, desliza, en tono cifrado, en otra de sus elegías,
tras beber el acerbo trago de los amigos que le dan
la espalda como si la desdicha fuese una peste.

¡Que otros más versados y doctos que el que estas torpes
líneas hoy hilvana exploren las causas que lo condujeron
hacia su adversa suerte! Hay quien dice que el genio
de Sulmona fue testigo de los devaneos amorosos
de Julia, la hija de Octavio y Scribonia,
y algunos extreman la conjetura arguyendo que llegó
a compartir su lecho o fue cómplice al menos de su lujuria.

Hay quien sostiene, a su vez, que fue otra Julia, la nieta
del “princeps civium”, la amparada por Ovidio en sus amoríos,
y otros afirman que asistió a una ceremonia donde vio
a Livia –¡supremo sacrilegio!– despojada de sus vestiduras,
y tamaña osadía le valió un castigo proporcional
a la temeridad del crimen, cual nuevo Acteón devorado
por sus perros tras afrontar la cólera de Diana.

Y no falta aquel que asegura que el nacido
en el año de la muerte de los dos cónsules (43 a.C.),
participó en rituales adivinatorios en los que se predijo
la muerte del Príncipe y la ascensión al trono de Agrippa
Postumus, pese a que Publio Ovidio Nasón,
leal a su precepto de “no hablar de cosas innecesarias”
Ne quae opus non est forte loquare–, optó por el silencio.

Yo, por mi parte, atribuiré a las Parcas –hijas de Nix,
la diosa que concebía por sí sola, o de Zeus y Temis–,
que tejen con su ovillo el curso de la vida y la cortan
con sus tijeras de oro de un modo inexorable, sin dar aviso
ni respetar potestad alguna, el curioso periplo
de quien siendo amigo de las deidades del Helicón,
fue al destierro por los frutos de su ingenio.

¡Salve, oh digno maestro del dolor! ¡Eterno loor
a tu imperecedero y magnífico ejemplo! Pues aquellos
que de seguro palidecieron de envidia ante el brillo
de tu esplendente lira y emponzoñaron el oído del César
con sus murmuraciones, hoy sólo son polvo
innominado, escoria de los tiempos, en tanto que
tus versos resplandecen más que el oro y el mármol.

Y la victoria final es del transterrado, del que a hora
temprana conociera los halagos de la desdeñosa fama,
y al cual “una falta, no un crimen”, empujó al ostracismo
entre los Getas, en la triste comarca en la que el vino
se congela en las cráteras y el único paisaje es un frío páramo,
donde hizo de sus penurias una obra indestructible
y más perenne que todas la estatuas del Padre de la Patria.


Cayo Valerio Mesala (¿siglo III?)

Del libro inédito “Clamor del invidente”, de Carlos Monge

domingo, 23 de diciembre de 2007

sábado, 22 de diciembre de 2007

KT Tunstall: Energía a raudales sobre el escenario

La descubrí en el programa de televisión de Jools Holland. Una sola palabra para definirla: im-pre-sio-nan-te. Acá van algunos datos tomados de su biografía en Wikipedia:

"KT nació en Edimburgo, Escocia; y posteriormente fue adoptada. KT es la abreviación de su nombre completo, Kate Tunstall. Su padre adoptivo era un físico, y su madre adoptiva, una profesora. La familia adoptiva de Kate incluye a un hermano mayor llamado Joe y a otro menor llamado Daniel. Cuando tenía aproximadamente veinte años, Kate conoció a su madre biológica, quien le dijo que su padre biológico era un cantante de música folk. Ella pasó tiempo actuando en la famosa Church Street en Burlington, Vermont, y en una comuna situada también en Vermont. Desde 2003, KT está saliendo con Luke Bullen, el baterista de su banda. La madre biológica de KT es de ascendencia china, y su padre, a quien nunca conoció, es irlandés (...)

La primera aparición destacable de Tunstall fue una actuación en solitario donde interpretó 'Black Horse And The Cherry Tree' en el programa de televisión británico Later with Jools Holland. Esta actuación fue destacada porque sólo tuvo 24 horas para prepararse debido a que el artista programado para esa ocasión, el cantante Nas, cancelara su actuación debido al estado de salud de su padre. Su actuación llamó la atención a muchos televidentes, quitándoles protagonismo a otros números programados como los de The Cure, Embrace y The Futureheads..."






KT Tunstall: Un nuevo descubrimiento

miércoles, 24 de octubre de 2007

Otra de Elliott Smith

Esta canción me mata: Elliott Smith, Independence Day



Al primero que escuché hablar de él fue a Rodrigo Fresán. Después leí en Wikipedia que el antiglamoroso Elliott (que no se llamaba así, en realidad, sino Steven Paul) vivió toda su vida en Portland, Oregon (EEUU). Que tenía una impresionante forma de tocar la viola, haciendo oir el desplazamiento de sus dedos sobre el diapasón. Y que le gustaban Los Beatles, hasta un extremo francamente peligroso para un compositor.

Tenía cara de "nerd", huellas de acné sobre su cara e integró una banda de rock, Heatmiser, hasta que sacó su primer disco en solitario, en 1994. Cuatro años más tarde, "llegó al gran público en 1998 -Wikipedia dixit- cuando su canción 'Miss Misery', escrita para la película Good Will Hunting, fue candidata a los Oscars en la categoría para la mejor canción original.

Luchó contra la depresión, el alcoholismo y el abuso de drogas por largo tiempo. Murió en 2003 de dos puñaladas en el pecho, aparentemente autoinfligidas, aunque no hay nada en definitiva claro sobre su triste fin. Su música me gusta tanto, que por ahora pongo el video de una sola canción, pero no descarto reincidir con otra más adelante.

lunes, 14 de mayo de 2007

Kafka en el invernadero


Nunca he estado en Praga. Pero algún día me pasearé por Malá Strana, el castillo de la ciudad, la calle de Jan Neruda, el cementerio judío o la plaza de Hradčany. De eso estoy seguro. Mientras tanto, leo a Kafka en su esfera más íntima: las cartas a Mílena (como escribe él, con acento), donde se revela como un enamorado ardiente y poseído.

El abogado moreno de nariz aguileña, piel cetrina, cabello partido al medio, ojos oscuros y grandes orejas alcanza una nueva dimensión ante mí, como lector, al recorrer la cartografía de su correspondencia amorosa.

Ya se sabe: todas las cartas de amor son ridículas, como lo dijo Fernando Pessoa, un lisboeta de tan bajo perfil como el de Franz Kafka, pero que tenía el alma llena de gente: Alvaro de Campos, Alberto Caeiro y Ricardo Reis, por nombrar sólo a algunos de sus heterónimos.

“Como usted verá, Mílena, le hablo con toda franqueza...” El autor de La Metamorfosis, aquel que imaginó a Gregorio Samsa convirtiéndose un día de estos en un insecto, y ensanchó de este modo fuertemente las fronteras de la literatura, no se anda en estas misivas de carácter sentimental con rodeos.

De a ratos pienso que si el romance entre Kafka y Mílena Jesenska, que murió en mayo de 1944 en un lager nazi, después de sobrevivir por dos décadas a su devoto amante (quien pereció de tuberculosis en un sanatorio en las afueras de Viena y se ahorró de este modo la barbarie nacionalsocialista), hubiera tenido lugar en nuestros días, no habría dejado huella. ¿Por qué? Muy simple: porque la correspondencia se habría dado a través del e-mail y no del “correo neumático”, que siendo más lento y viejo dejaba rastros.

Rastros con los que ahora me deleito. Acotaciones como ésta: “Dicho en tu oreja izquierda, mientras yaces en la pobre cama, sumida en un profundo sueño de buen origen y mientras te vuelves, sin saberlo, de derecha a izquierda, hacia mi boca...”

Otro ejemplo: “Estoy rodeado de expedientes, unas pocas cartas, que acabo de leer, saludos del director (no me despide) y de algunos otros. .. Y a través de todo esto, una campanita repica en mi oído: ‘ella ya no está junto a ti’”.

Y otro más, donde habla del marido engañado en este singular “ménage à trois”: “Yo no soy amigo de él, no he traicionado a un amigo; pero tampoco soy un simple conocido. Estoy muy ligado a él en algunos aspectos, incluso, más ligado que un amigo”.

Me dice un chileno que vive en Praga, Jorge Zúñiga Pavlov, que hay, por supuesto, un circuito Kafka en Praga, mediante el cual los turistas pagan sus buenos euros para andar por los lugares que conjeturalmente recorrió el tísico escritor que escupía sangre y pasaba por estados febriles provocados por el temible bacilo de Koch y no por Mílena.

Con su pan se lo coman...Yo, en tanto, mientras no ponga un pie en la Casa Blú, la taberna de Zúñiga, me conformaré con leer a este discreto y pálido hijo de la tribu de Abraham que acostumbraba dejar, como quien no quiere la cosa, sus guilders o coronas en las cartas que le enviaba a la coqueta rubia de ojos lánguidos que se dejaba querer. Lo terrible, sin duda, de todo esto es la penosa autoestima de ese genio llamado Kafka.

En una de las cartas, que se pueden leer casi como si fuera un blog (¿por qué no imaginarse que el joven vienés no escribiría hoy no una sino muchas bitácoras para afirmar su personalidad ante ese padre castrador y autoritario?), llega al colmo del desprecio a sí mismo cuando apunta: “yo, que en el gran ajedrez no soy ni siquiera el peón de un peón, pretendo (contra todas las reglas del juego y alterando su desarrollo) ocupar el lugar de la reina (yo, el peón del peón, es decir, una figura que ni siquiera existe, que ni siquiera interviene en el juego)”.

En medio de la redacción de estos textos ansiosos, que redacta con una frecuencia de varios durante un solo día, recibe la visita de un poeta plomífero al que por cortesía no es capaz de dejar de recibir y de pronto lo llama el director de su bufete. Entonces, teme lo peor (“por fin saldrá a luz todo este engaño, esta estafa...”)

Pero, nada, el director lo recibe con amabilidad, le habla de algún asunto de trabajo pendiente y se despide puesto que sale de vacaciones. Y Kafka reanuda su diálogo (que, en rigor, tiene mucho más de monólogo que de diálogo en sí) con su “ángel guardián”.

Nerviosos preparativos para una cita clandestina en una ciudad lejana, especulaciones terribles cuando el flujo de las notas cesa (“¿cómo ha de latir mi corazón mientras tú te mantienes apartada?”).

Cuesta reconocer en estas líneas al cerebral diseñador de pesadillas como las que aparecen en “El castillo” o en “El proceso”, y que permitieron acuñar el adjetivo “kafkiano” para describir aquello que parece propio de un mundo circular, opresivo y sin salida.

Pero lo cierto es que un temblor interno y un escalofrío nos sacuden cuando damos con unos párrafos que semejan preanunciar la peor pesadilla de todas, la del nazismo: “Por favor, no me obligues a escribir en checo. En mi carta no había el menor asomo de reproche; en todo caso, podría reprocharte tu concepto demasiado benévolo de los judíos...”

Y agrega palabras que cualquiera que no estuviera sobre aviso podría atribuir a un notorio antisemita (aunque, claro, es difícil decir eso de Kafka...):

De los que conoces (incluyéndome a mí) –¡porque hay otros!–. A veces desearía amontonarlos a todos –por ser judíos, precisamente (incluyéndome a mí)– en el cajón de la ropa sucia y esperar un poco, luego abrir un poco el cajón para ver si ya se han asfixiado todos (nota del autor: ¡qué oscura y profética premonición de las cámaras de gas de Dachau, Treblinka o Auschwitz-Birkenau!) y, si no es así, volver a cerrar el cajón y seguir así hasta el final”.

Ante tanta clarividencia, qué decir, si no que la literatura se anticipa muchas veces, auscultando en las tinieblas, a lo que está por venir. Y que esa capacidad de los hijos de Tiresias puede aparecer envuelta aún en un envase tan inocente como el de una relamida y cursi carta de amor.


Carlos Monge Arístegui. Periodista y escritor. Publicado en www.diariohispanochileno.com

martes, 24 de abril de 2007

Voltaire ¿un espía?

Cae en mis manos un libro de Gilles Perrault, “El secreto del rey”.

Lo leo porque su autor, que escribió “La orquesta roja”, inspirada en la legendaria red de espionaje soviética en la Europa dominada por los nazis, me resulta conocido y confiable.

Al principio, no me engancha demasiado. Interminables peleas de reyes que se disputan territorios a punta de cañonazos con bien poco aprecio por la vida humana. Maniobras de Francia (y de Rusia, Prusia, Austria e Inglaterra, entre otros poderes de la época) para influir en la nominación del monarca de Polonia, que no era un cargo hereditario sino designado por miles de caballeros reunidos en una llanura en una tumultuosa asamblea..

A lo que se agregan las aventuras de Carlos XII –Carolus Rex o “el Alejandro del Norte”–, un rey sueco que prácticamente vivió guerreando, al mejor estilo Diego Alatriste, y batió en Nerva a un ejército ruso varias veces mayor que el suyo.

El libro, en todo caso, se torna apasionante cuando aparece en sus páginas la deslumbrante figura de Voltaire, François Marie Arouet, el cual –dicho sea de paso– admiraba a este Carlos escandinavo por abrir paso a la “época de la libertad”, en la medida en que juzgaba a Suecia el estado más libre del mundo en ese momento. Aunque, claro, nadie es perfecto, siempre en guerra...



A través del grueso volumen me entero que Voltaire, el escritor y filósofo francés que contribuyó como pocos al esplendor del Siglo de las Luces, habría puesto, en cierta instancia de su vida, su talento al servicio de Su Majestad Luis XV, a quien prestó invalorables servicios como espía aprovechando su cercanía con Federico II, el Grande, el genial autócrata alemán que hizo de Prusia una gran potencia continental.

Federico era, por cierto, todo un personaje. Hijo del llamado “rey sargento”, intentó escapar a Inglaterra, siendo muy joven, para ponerse a salvo de sus rudas maneras, pero fue puesto en prisión y finalmente su padre lo obligó a presenciar la ejecución del teniente Katte, uno de sus amigos más queridos, cuya cabeza rodó bajo el hacha del verdugo.

Antes de ascender al trono, pergeñó el “Anti–Maquiavelo”, obra en la que condenaba al teórico italiano que indagó la naturaleza del poder, y en la que defendía una mayor exigencia moral para los gobernantes. Lecciones que, sin duda, supo dejar de lado, cuando él mismo tuvo que ejercerlo.

Federico, que hablaba francés a la perfección, distraía sus ocios tocando la flauta, escribía libros (sumó alrededor de 30 trabajos), e invitaba a filósofos con los que mantenía correspondencia, como Voltaire, a su bello palacio de SansSouci.

Según Perrault, esta ocasión no fue pasada por alto por las autoridades de París que decidieron que Voltaire era el hombre adecuado para sondear, de primera mano, cuáles eran las intenciones de Federico el Grande en momentos en que se producía todo un realineamiento de las casas reales europeas con vistas a repartirse el Viejo Mundo.

Voltaire lo hizo tan bien como recolector de información que no sólo se quedó allí sino que saltó al próximo estadio: se transformó en un exitoso agente de influencia, que incidió de tal modo en la situación que, por medio de él, y con la complicidad de Federico, que no era ningún idiota, Francia y Prusia sellaron una alianza militar contra la “pérfida Albión”, es decir, Inglaterra.

El operativo de penetración en SansSouci se hizo siguiendo todos los manuales en la materia: antes de su viaje a Alemania, una obra suya –“La muerte de Julio César”– fue proscrita en Francia y se le negó el ingreso a la Academia, que de por sí tenía muy merecido. Resultado: llegaba a Prusia como una víctima más del despotismo iletrado de la corte francesa.

Como sea, es necesaria una aclaración: si Voltaire hizo esto (y no hay motivos para ponerlo en duda), no fue porque sintiera una gran admiración a priori por las testas coronadas como institución, sino para hacer un modesto aporte a la “grandeur” de Francia.

Sabido es que sus ideas, unidas a las de Rousseau o Diderot, sirvieron después como sustento teórico a la Revolución Francesa. Y en América, en la época de la Independencia y hasta tiempos muy posteriores, decir Voltaire significaba mencionar poco menos que al demonio mismo con una estela de azufre a sus espaldas.

Sabido es también que Voltaire despreciaba a los aristócratas, como lo revela su famosa anécdota con el caballero de Rohan (previa a su labor como agente secreto), miembro de una de las grandes familias de la nobleza gala, al que le dijo, con refinada ironía, a la salida de un teatro parisino: “Señor, yo estoy comenzando a hacerme un nombre mientras que usted está terminando el suyo”.

El noble, en cuestión, se “comió” la ofensa, pero después mandó a un grupo de matones a darle una paliza, lo que en dicha época se llamaba “asesinato”, pues una persona de su alcurnia no podía descender a la “bajeza” de batirse a duelo con el hijo de un notario, como Voltaire pretendía.

Voltaire sudó resentimiento durante muchos años por este altercado que lo humilló profundamente. Aunque tuvo su venganza tardía pero efectiva cuando al cabo de una década de su muerte los “sans culotte” las emprendieron contra la nobleza bajo la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Toda su obra, como es fama, es un combate largo y sostenido contra el fanatismo y la intolerancia, pues tal como postuló en La Henriada en 1723: “Entendemos hoy en día por fanatismo una locura religiosa, oscura y cruel. Es una enfermedad que se adquiere como la viruela”.

Lo curioso es que otra de sus frases célebres, aquella que sostiene: "No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte por su derecho a decirlo", es absolutamente apócrifa. Y nada indica, en forma certera, que le perteneciera.

Según Wikipedia, “no aparece en ninguna parte de su obra publicada”. Y su origen está radicado en “Los Amigos de Voltaire” –libro de la escritora inglesa Evelyn Beatrice Hall, lanzado en 1906, bajo el seudónimo de S. G. Tallentyre–, antes de ser traducida al francés y al español como nacida de su pluma.

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Carlos Monge Arístegui es periodista.

(Columna publicada en el Diario Hispano Chileno.com)

¡Oh los estereotipos!

Recibo en mi mail un chiste viejo, pero continuamente revitalizado con versiones coyunturales o adaptadas para el gusto local, que prueban –a propósito de la Semana Santa- que Jesús era chileno. “O al menos –según dice el chiste de marras- nosotros podríamos ser sus descendientes”.

Y enumera luego algunas de las razones que fundamentan este aserto:

-Fue condenado, mientras que el verdadero ladrón quedó libre.

-Antes de matarlo, le robaron la ropa y lo dejaron en calzoncillos.

-No pagaba impuestos y frecuentaba la compañía de prostitutas.

-En la última cena con sus amigos no pagó la cuenta.

-Hizo aparecer vino en una reunión donde sólo había agua.

-Siempre vivió como allegado y a costa de los amigos.

-Lo "chaqueteó" uno de sus seguidores.

O sea, en resumidas cuentas, un pícaro borracho y vividor... En un país de aprovechados que no dudan en traicionarte a la primera de cambio y apuñalarte por la espalda.

El mismo chiste abunda en motivos por los cuales Jesucristo podría ser judío (“estaba seguro de que su madre era virgen, y su madre estaba segura que él era Dios”); irlandés (“su último deseo fue un trago”); italiano (“tomaba vino con todas las comidas”); negro (“llamaba a todo el mundo ‘hermano’”); o argentino (“se creía Dios”...).

Y no me cabe duda alguna de que podrían rastreársele cromosomas árabes o asiáticos con la misma facilidad. Es cosa de ponerse a buscarle más defectos o particularidades que se atribuyan comúnmente a las personas de ese origen.

Esto de los estereotipos, ya se sabe, da para todo. Nuestros hermanos argentinos se las agarran con los “gallegos”, definición en la que caben todos los nacidos en la Madre Patria, y no solamente los naturales de Galicia, a los que asignan el monopolio de la estupidez universal.

Algo parecido a la dudosa fama de la que gozan los polacos en los Estados Unidos y en otros países anglosajones, donde –quién sabe por qué causa- se les endilga cierta dureza de mollera y un carácter rústico y poco sofisticado.

Claro que con esto de la globalización hasta los estereotipos mutan con rapidez. En la Unión Europea, de hecho, la máxima pesadilla actual para muchos trabajadores germanos y hasta de los países mediterráneos, es el “plomero polaco” que amenaza quitarles el pan de la boca con sus honorarios ultracompetitivos.

Y en Chile, por cierto, también tenemos lo nuestro con esos inoportunos peruanos y bolivianos que han venido a golpear últimamente las puertas de la presunta prosperidad de la que disfrutamos, filtrándose por las fronteras que han demostrado, desde luego, ser muy porosas en todas las latitudes ante las migraciones de las pobres.

Entonces, "doña Juanita" se preocupa ante esta verdadera “invasión” de gente morena venida desde el norte que vive en pensiones sobrepobladas, huelen mal, emiten ruidos molestos y tienen la mala costumbre de hacer asados en la vía pública... Y aparte de todo eso, le “quitan-el-trabajo-a-los-chilenos”.

Nadie recuerda, claro, que pocos años ha, los habitantes de este suelo salimos por millares al extranjero, empujados por la persecución política o por el llamado “exilio económico”, en momentos en que los gestores del “milagro” en este ámbito llevaron la cesantía a más del 30 por ciento de la población, para armar el modelo exitoso a su gusto y conveniencia.

Es de mal gusto acordarse de los tiempos malos en épocas de vacas gordas y cuando nos hemos constituido en un ejemplo paradigmático para el mundo de reconversión al estilo neoliberal extremo de la escuela de Chicago. Como al menos lo aseguran The Economist o el Wall Street Journal.

En fin, “cosas vederes, Sancho, que non creyeres...” La única conformidad, en todo caso, a la que cabe acudir es saber que los estereotipos de los que hablo –vale decir, la “imagen o idea aceptada comúnmente por un grupo o sociedad con carácter inmutable”, según la docta definición de la RAE- nos acompañan desde tiempos inmemoriales.

Sin ir más lejos, el poeta romano Catulo, célebre por cantar al pajarillo de Lesbia con versos inmortales, se dedicaba a apostrofar y fastidiar a los hispanos, diciendo que los nativos de las tierras ibéricas tenían el feo hábito de frotarse los dientes...¡con orina!, para lucir una sonrisa más blanca.

Aunque lo hacía, sospecho, porque había un tal Ignacio, más español que el jamón de pata negra, que con ese insólito recurso le disputaba con gran entusiasmo y eficacia la clientela de posibles conquistas.

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Carlos Monge Arístegui es periodista.

(Columna publicada en el Diario Hispano Chileno.com)