martes, 24 de abril de 2007

Voltaire ¿un espía?

Cae en mis manos un libro de Gilles Perrault, “El secreto del rey”.

Lo leo porque su autor, que escribió “La orquesta roja”, inspirada en la legendaria red de espionaje soviética en la Europa dominada por los nazis, me resulta conocido y confiable.

Al principio, no me engancha demasiado. Interminables peleas de reyes que se disputan territorios a punta de cañonazos con bien poco aprecio por la vida humana. Maniobras de Francia (y de Rusia, Prusia, Austria e Inglaterra, entre otros poderes de la época) para influir en la nominación del monarca de Polonia, que no era un cargo hereditario sino designado por miles de caballeros reunidos en una llanura en una tumultuosa asamblea..

A lo que se agregan las aventuras de Carlos XII –Carolus Rex o “el Alejandro del Norte”–, un rey sueco que prácticamente vivió guerreando, al mejor estilo Diego Alatriste, y batió en Nerva a un ejército ruso varias veces mayor que el suyo.

El libro, en todo caso, se torna apasionante cuando aparece en sus páginas la deslumbrante figura de Voltaire, François Marie Arouet, el cual –dicho sea de paso– admiraba a este Carlos escandinavo por abrir paso a la “época de la libertad”, en la medida en que juzgaba a Suecia el estado más libre del mundo en ese momento. Aunque, claro, nadie es perfecto, siempre en guerra...



A través del grueso volumen me entero que Voltaire, el escritor y filósofo francés que contribuyó como pocos al esplendor del Siglo de las Luces, habría puesto, en cierta instancia de su vida, su talento al servicio de Su Majestad Luis XV, a quien prestó invalorables servicios como espía aprovechando su cercanía con Federico II, el Grande, el genial autócrata alemán que hizo de Prusia una gran potencia continental.

Federico era, por cierto, todo un personaje. Hijo del llamado “rey sargento”, intentó escapar a Inglaterra, siendo muy joven, para ponerse a salvo de sus rudas maneras, pero fue puesto en prisión y finalmente su padre lo obligó a presenciar la ejecución del teniente Katte, uno de sus amigos más queridos, cuya cabeza rodó bajo el hacha del verdugo.

Antes de ascender al trono, pergeñó el “Anti–Maquiavelo”, obra en la que condenaba al teórico italiano que indagó la naturaleza del poder, y en la que defendía una mayor exigencia moral para los gobernantes. Lecciones que, sin duda, supo dejar de lado, cuando él mismo tuvo que ejercerlo.

Federico, que hablaba francés a la perfección, distraía sus ocios tocando la flauta, escribía libros (sumó alrededor de 30 trabajos), e invitaba a filósofos con los que mantenía correspondencia, como Voltaire, a su bello palacio de SansSouci.

Según Perrault, esta ocasión no fue pasada por alto por las autoridades de París que decidieron que Voltaire era el hombre adecuado para sondear, de primera mano, cuáles eran las intenciones de Federico el Grande en momentos en que se producía todo un realineamiento de las casas reales europeas con vistas a repartirse el Viejo Mundo.

Voltaire lo hizo tan bien como recolector de información que no sólo se quedó allí sino que saltó al próximo estadio: se transformó en un exitoso agente de influencia, que incidió de tal modo en la situación que, por medio de él, y con la complicidad de Federico, que no era ningún idiota, Francia y Prusia sellaron una alianza militar contra la “pérfida Albión”, es decir, Inglaterra.

El operativo de penetración en SansSouci se hizo siguiendo todos los manuales en la materia: antes de su viaje a Alemania, una obra suya –“La muerte de Julio César”– fue proscrita en Francia y se le negó el ingreso a la Academia, que de por sí tenía muy merecido. Resultado: llegaba a Prusia como una víctima más del despotismo iletrado de la corte francesa.

Como sea, es necesaria una aclaración: si Voltaire hizo esto (y no hay motivos para ponerlo en duda), no fue porque sintiera una gran admiración a priori por las testas coronadas como institución, sino para hacer un modesto aporte a la “grandeur” de Francia.

Sabido es que sus ideas, unidas a las de Rousseau o Diderot, sirvieron después como sustento teórico a la Revolución Francesa. Y en América, en la época de la Independencia y hasta tiempos muy posteriores, decir Voltaire significaba mencionar poco menos que al demonio mismo con una estela de azufre a sus espaldas.

Sabido es también que Voltaire despreciaba a los aristócratas, como lo revela su famosa anécdota con el caballero de Rohan (previa a su labor como agente secreto), miembro de una de las grandes familias de la nobleza gala, al que le dijo, con refinada ironía, a la salida de un teatro parisino: “Señor, yo estoy comenzando a hacerme un nombre mientras que usted está terminando el suyo”.

El noble, en cuestión, se “comió” la ofensa, pero después mandó a un grupo de matones a darle una paliza, lo que en dicha época se llamaba “asesinato”, pues una persona de su alcurnia no podía descender a la “bajeza” de batirse a duelo con el hijo de un notario, como Voltaire pretendía.

Voltaire sudó resentimiento durante muchos años por este altercado que lo humilló profundamente. Aunque tuvo su venganza tardía pero efectiva cuando al cabo de una década de su muerte los “sans culotte” las emprendieron contra la nobleza bajo la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Toda su obra, como es fama, es un combate largo y sostenido contra el fanatismo y la intolerancia, pues tal como postuló en La Henriada en 1723: “Entendemos hoy en día por fanatismo una locura religiosa, oscura y cruel. Es una enfermedad que se adquiere como la viruela”.

Lo curioso es que otra de sus frases célebres, aquella que sostiene: "No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero lucharé hasta la muerte por su derecho a decirlo", es absolutamente apócrifa. Y nada indica, en forma certera, que le perteneciera.

Según Wikipedia, “no aparece en ninguna parte de su obra publicada”. Y su origen está radicado en “Los Amigos de Voltaire” –libro de la escritora inglesa Evelyn Beatrice Hall, lanzado en 1906, bajo el seudónimo de S. G. Tallentyre–, antes de ser traducida al francés y al español como nacida de su pluma.

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Carlos Monge Arístegui es periodista.

(Columna publicada en el Diario Hispano Chileno.com)

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